EL MISTERIO DESVELADO.
Hace unos días nos invitaron a
cenar Carmen y Enrique, y también invitaron a Mª Victoria y Paco y anduvimos
repasando tiempos remotos. Salió a relucir ¡cómo no! Puerto Rico, donde vivimos
mi chica, nuestra hija Isa y yo felicísimamente del 70 al 73. También salió a
relucir nuestro casero Fredy en Villagrillasca.
Fredy es un hombre
interesantísimo del que algún día contaré algo más. Es arquitecto pero no
ejercía como tal en aquella época, porque estaba ocupado a tiempo completo en
una industria de mármoles funerarios que tenía en Ponce, donde vivíamos. Hacía
lápidas y tenía un stock de figuras en mármol blanco de ángeles de tamaño
natural que eran una belleza. Las había comprado en Italia. Y en nuestro viaje
a la Toscana, hace unos años, entramos de refilón en un cementerio y vimos
estatuas de ese porte.
El caso es que Fredy es un hombre
que, como yo, valora la gente en su estado natural y no la encopetada que va por ahí mirando a todo el mundo por encima del hombro. Había
vivido en la casa que puso en alquiler cuando se fue a vivir a otra más
aristocrática y más conforme con su posición social adinerada. En esa antigua
casa suya vivimos nosotros.
La casa en cuestión propiamente era una
especie de dado de hormigón diseñada para resistir huracanes. El
techo era una gruesa placa de hormigón que pensé que estaría ardiendo,
calentado como estaba por el sol tropical en su cara exterior. Un día me subí
en una mesa para comprobar ¡y efectivamente ardía! Eso no constituía ningún
problema, porque en la casa entrábamos solo para dormir, cocinar y poco más. La vida la hacíamos en
el patio ajardinado que la rodeaba que además tenía una hamaca donde solía tumbarme para leer o sestear. Colindaba este patio con los tres de las
casas vecinas.
Tenía ese patio o jardín un
mobiliario de hormigón compuesto por una mesa fija al suelo y cuatro banquetas,
casi fijas y una flora interesante con yucas de agudas púas que María, nuestra
predecesora en aquella casa, había cortado inmisericordemente como quien corta las
uñas por las falanges. Tenía también una misteriosa planta suculenta que echaba
unas flores en forma de estrellas perfectas, como las de mar. Una planta de
navidad que era un pequeño árbol frecuentemente florido, y muchas más que
nosotros incrementamos sensiblemente con nuestras capturas por las montañas,
como bromélias, orquídeas enanas y amor de hombre que colocábamos en
recipientes hechos con corteza de palma helecho y vainas de las flores y frutos
de las palmas reales.
De toda aquella flora destacaba
un mangó, en otros sitios llamado mango. Ese palo de mangó, no estaba
propiamente en nuestro patio sino en el de Doña Pilar, nuestra vecina ya viuda.
Mujer enérgica, entrada en años que pronosticaba en mí un mal carácter
circunstancial, aunque nunca me vio cabreado, que tampoco me cabreo tanto. Y es que encontraba mí un carácter alegre y vivaz, y le
recordaba el de su difunto marido, que a veces debió enfogonarsearse -como dicen allí- de lo lindo,
pero no le guardaba por eso ningún rencor. El caso es que nos llevábamos muy
bien.
Aquel mangó no sé si le daba
fruto a su dueña, pero a nosotros nos inundaba. Aunque casi no los comíamos
porque eran de los de hebra y sabor a gasolina. Además esa pelambrera tan
abundante en la pipa se metía entre los incisivos y costaba un rato librarse de ella. Pero en cambio era la delicia de nuestros amigos, porque a esa
fruta tan bravía le encontraban el verdadero sabor. Mejor que las mangas y los
mangós cubanos que son como melocotones grandes dulces y suaves, que más bien parecen tocino de cielo. Y es que debido a su crudeza casi nadie
cultivaba los de hebra ¡y eran muy escasos!
Fredy y su esposa venían por casa
de vez en cuando. Saludaban efusivamente a doña Pilar y a otros vecinos, y
encontraban ese barrio popular acogedor y cálido, y no el aristocrático que
habitaban, llamado La Alhambra. Porque ¡nobleza obliga! y el peso de la púrpura
puede llegar a ser muy ingrato para la gente sensible.
Un día nos invitaron a su casa de
La Alhambra, y pasamos la tarde con su mujer y con él. Estuvieron muy amables
¡y nos deleitó tocando el piano! Tocó un bolero cuya música he recordado durante
casi medio siglo ¡pero olvidé el nombre! y por supuesto la letra.
En la cena con nuestros amigos, a
la que me referí al principio, traté de recordar, una vez más, el título de ese
bolero, pero, también una vez más, inútilmente. Me dijo Enrique que tenía un
programa que tarareando una música la reconoce ¡pues no!
A la mañana siguiente me puse a desvelar
una vez más ese misterio, y conseguí recordar un par de palabras. Busqué en
Google y ¡eureka!
Se trata de "Desvelo de
amor" de Rafael Hernández. El genial autor puertorriqueño de "piel
canela". Lo podéis oír si queréis, pero difícilmente tendrá para vosotros
la resonancia que tiene para mí.
Fe de erratas. Me indica mi tocayo G. Muñiz que el autor de "Piel canela" no es Rafael Hernaández sino el también puertorriqueño Bobby Capó, seudónimo de Roberto Rodríguez Capó.
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