
Eran las dos y pico de la tarde del 31 de diciembre de 1991, y estaba en “Al Campo” de la Vaguada para comprar pan, tan sólo, y acababa de llegar a la cola de la primera de las cajas.
Un instante después se aproxima una señora, como de cuarenta años, y pienso –sin el menor fundamento- ¿la conoceré de algo? Es de esas cosas que no tendrían que pasar, pero que pasan. Me quedo mirando, se queda mirando, va y me saluda. Entonces ya estoy seguro de que no la conozco de nada. No obstante pienso: a lo mejor la conozco y no me acuerdo. Como yo estaba en un instituto y por allí pasan muchos profes y se olvida uno, pero es que no tenía cara de profe. No es que se parezcan todos como se parecen los chinos. Hay muchos tipos, pero todos tienen algo en común: no tienen cara de no ser profe, y aquella señora tenía cara de no ser profe. No obstante insistí, y fue mi único derrape cuando dije:
¿Dónde estás ahora?, quería decir que en qué instituto.
¡Pues dónde voy a estar!, donde siempre.
Esa era la ocasión dorada de despejar el error: “Pues mira, parece que me he confundido…” ¡pero no tuve cojones! Aún tuve otra ocasión, cuando se acercó su hija, como de 17 años, a la que le dice su madre:
¡Mira quien está aquí!, ¿no lo conoces?
¡Pues no! contestó la chica.
Eso era ya un punto de inflexión, y me volvieron a faltar arrestos.
Es el hermano de Antonio.
Yo, que no tengo más que una hermana, no me atreví a negar, por lo que asentí ¡Era el momento del no retorno! ¡Y aquella cola no avanzaba nada! De modo que a lo hecho pecho. Ahora el objetivo es mantener la mentira incólume, como si fuera verdad. De modo que me lancé a la aventura. A continuación la madre me pregunta por mi padre que estaba algo pachucho. Yo, que ya hace mucho que no tengo padre, mentí flagrantemente:
Bueno, pues está algo mejor.
Y la cola como la de un caracol. Pero, por otra parte quería salir victorioso del trance, por pura deportividad.
Como el ambiente era cordial y también de intimidad, la hija nos enseñó lo que había comprado: un sujetador y unas bragas de color rojo carmesí. Alabé la rotundidad cromática de aquella lencería y me explicó que era debido a que se recibe al año nuevo con esa ropa interior para tener buena suerte en el nuevo año. Tuve el papo de hacer un chiste malo:
Tendréis buena calefacción.
Hombre, se lleva por dentro.
Luego nos enseñó otras prendas iguales, salvo que eran azul ultramar intenso.
Dije, ya desconfiando de todo:
Pero no son rojos ¿verdad?
No hombre no, es que estaban en el mismo sitio, me gustaron y las compré.
La cola, afortunadamente avanzaba imparable, veía que podía salir indemne de trance. Y mientras yo pagaba la madre me decía:
Pues esta noche vamos a cenar con tu hermano Antonio.
Despidiéndome de ellas, felicitándoles el Año Nuevo, amparado por la impunidad de haber pagado ya y al sentirme libre, aún tuve el cinismo de decirles:
¡Ah! ¡Dadle recuerdos a mi hermano!
