NADA.
Nada de Laforet es el único libro
que he leído de un tirón y del que no me acuerdo de nada. Volveré a leérmelo
para remediar ese desastre.
Anda uno preocupado con el tema
de la nada, que es algo así como un agujero negro, un terrible sumidero que se
lo traga todo, y que acabará tragándose a todos los que uno quiere, y a los
otros, y a uno mismo. Por lo que la nada asusta.
Pero la nada es inaccesible.
Imágenes de la nada son las cosas vacías, o las cosas invisibles, las
imperceptibles, sobre todo las inocuas, porque si no, acaba uno notándolo y
padeciendo sus consecuencias. Pero nada está vacío realmente, cuando desaparece
el contenido visible de algo queda sustituido por otro que es invisible. Si uno
se toma un café se dice que la taza ha quedado vacía, pero en realidad se ha llenado
de aire.
La nada es algo que se supone que
existe, pero que seguramente no exista verdaderamente. Claro que esa no
existencia, paradójicamente, la confirma, porque de existir sería algo. Aparte de
estas cuestiones retóricas de baja estofa no hay modo de encararse con la nada.
Que es seguro que nunca la vamos a ver ni a sentir de ningún modo, porque es
imperceptible y porque a lo mejor ni siquiera existe. No solo por razones de
pura lógica, sino porque siempre hay algo compactando el espacio hasta sus
últimos resquicios. Desde luego de la magnetosfera hacia abajo, cincuenta o
sesenta mil kilómetros, dicen que siempre
hay algo. Y que más allá también. Pero claro eso tiene que ver con la nueva fe
que se ha impuesto, la científica, pero nada con la experiencia directa.
Nuestra experiencia más directa y
más dolorosa de la nada es un concepto que es casi - o sin casi- sinónimo: la ausencia.
En los funerales católicos, los
otros no los conozco, el oficiante se aplica a consolar, con más o menos
fortuna, a los deudos del finado que este no se ha muerto verdaderamente, sino que ha
pasado a mejor vida, a la verdadera vida, se atreven a decir a veces. A la vida
eterna que dura siempre. Y que tras el Juicio Final todos nos reencontraremos
en el Cielo ¡Largo me lo fiáis! El reencuentro, propiamente dicho, que es lo
que a uno le interesa, no se produce nunca, y el desconsuelo resulta insuperable.
Esa dolorosa ausencia se remedia
un poco con presencias simbólicas. Como son las tumbas, que se sabe que
albergan los restos mortales del difunto, que más vale no desvelar. O
concibiendo a una nueva criatura que no se pensaba traer al mundo para sustituir
al hermano muerto. O cuando se efectúa donaciones de órganos, que parece que
así se continúa por lo menos parcialmente la vida del donante en la del donado. O nombrando con el nombre del ausente a un recién nacido, con lo
que en lo sucesivo invocando el nombre querido se tiene una respuesta de
alguien también querido. O aportando las cenizas a los nutrientes de un árbol
con lo que esa vida vegetal presente llega a evocar la ausente y proporcionar
un gran consuelo. O esparcir las cenizas en una bahía con un efecto más difuso
y panteísta.
En cualquier caso habría que
darle cobijo en nuestra cultura a esa nada amenazante, para que dejara de ser una
nada tan hosca para llegar a ser algo más amable. Vivimos comprendidos entre paréntesis
fuera de ellos se extiende lo incomprensible, que es otro sinónimo de la nada.
Como, aproximadamente, decía Roberto
Matta, somos unos pocos kilos de sustancias vulgares organizadas de tal modo
que podemos tener consciencia de que existimos durante un limitado periodo de
tiempo. Malgastar este tiempo pensando en que se nos va a terminar es estúpido
y aprovecharlo sin dejar de pensar ni un solo instante que se está vivo es genial. Como es genial aprovechar la presencia de los que
queremos y gozar de saber que viven y no angustiarnos con que el paréntesis final es
insoslayable.
2 comentarios:
Buenísima entrada. Desde que la leí en su día quería comentar algo, pero no se me ocurre nada. De repente he pensado que eso, NADA, es un buen comentario para esta entrada. ¡Me encantas!
¡Pues nada! Muchas gracias.
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