LAS SUERTES DE LOS LIMPIABOTAS.
Hace
mucho más de medio siglo que nadie me limpia los zapatos. Ni osaría ponerme
ante un limpiabotas por lo que me podría caer. Lo cual está muy mal porque
contribuyo (modestamente, eso sí) a la ruina de una honorable profesión que
posibilitaría que llegara el pan a unas familias. Eso me recuerda como en Agra
nos opusimos a que un insistente viejo nos llevara en su risot ¡cómo vamos a
permitir que ese pobre viejo arrastrara el peso de nosotros tres! Y el “pobre
viejo” se cabreó y nos llamó bastardos.
La
humillada postura de los limpiabotas está motivada por la simple razón de que
los pies del cliente están por su parte baja y las manos del operante están por
su parte alta. Si hubiera la costumbre de limpiar los guantes puestos, o los
limpiabotas pudieran trabajar con los pies, no habría necesidad de esa aparente
humillación. Del oficio de peluquero no se dice nada porque trabajan erguidos
sobre la cabeza del cliente que está sentado.
Cuando
de chaval iba con mi padre al Bar Astoria de Huelva y nos sentábamos fuera a
tomar algo y a limpiarnos los zapatos. Son sensaciones táctiles que recuerdo
muy precisamente y me resultan muy placenteras.
Sentado
en su minúsculo banquito el limpiabotas tomaba uno de mis pies y lo colocaba con
firmeza en ese surrealista contrapié que tienen esas cajas y comenzaba el
despliegue de sensaciones de tacto, oído y olfato. Abría y cerraba las
portezuelas de las cajas con un sonido de claquet. Primero sacaba unos naipes
curvados, desgastados y con huellas de tinte que deslizaba por los dos lados
del pie, por debajo de los tobillos que iban haciéndose sitio ciñendo la suave
tela de los calcetines. Eso producía una sucesión de percepciones táctiles
inefables.
La
primera suerte era la del dandi. Que es un líquido marrón o negro contenido en
botellitas con el que tiñe someramente los zapatos. Poniendo el pequeño cepillo
de cabeza circular con rabo sobre la boca de la botellita tras unas sacudidas
lo empapaba y rápidamente iba distribuyendo el dandi sobre el zapato. Esos
breves y enérgicos recorridos facilitados por el líquido producían una suave y
húmeda cosquilla. Visualmente también resultaba interesante ese dinámico
panorama de rastros de humedad que formaban cambiantes círculos húmedos y secos
debido a que esa sustancia acuosa no se depositaba uniformemente sobre la
superficie encerada de los zapatos. Lo malo es que cuando estrenaba zapatos no
ponían dandi, con lo que la operación perdía encanto.
La
segunda suerte era la de la crema. Para aplicar la crema no utilizaban trapo ni
ninguna otra cosa sino que la untaban con los dedos. La lata era bastante
mayor que las domésticas. Y el tacto de sus dedos sobre mis pies es algo que
recuerdo perfectamente, deslizándose y produciendo un suave y firme masaje. Luego
el rápido frotar del cepillo que pasaba de una mano a otra tirándolo por el
aire donde giraba sonando como un palmetazo al ser recibido. Y por último lo
mejor de todo, el frotar del trapo, hecho del forro de las mangas de los trajes,
que movía rapidísimamente por el empeine, la puntera y el talón. A veces lo
levantaba de un lado, separándolo, para luego tirarlo fuertemente como un golpe
deslizante dado con el arco sobre un contrabajo produciendo un sonido semejante,
obteniendo un brillo inalcanzable por un profano. Luego el suave deslizamiento
de los naipes al sacarlos y el golpecito en el talón indicando que ya podía
retirar el pie.
Son
cosas que uno tiene alojadas en el "disco duro", que parece que
podría recuperar en cualquier momento, pero como sé que no es posible, y para
no llevarme un chasco, me abstengo.
2 comentarios:
Yo recuerdo que cuando yo era niño había muchos limpiabotas por Madrid, algo que a mí me llamaba la atención. Hoy ya es muy raro ver uno.
Supongo que el que hayan quedado en desuso tiene bastante que ver con esa idea, bastante tonta, de que es un trabajo humillante. Pero también tiene que ver con el cambio de la moda, gran parte del calzado que la gente usa hoy no es apropiado para que lo limpie un limpiabotas.
Ya ves socio. Ahora se ven algunos en sitios fijos en la calle, como delante del Palacio de la Música en la Gran Vía, pero antes estaban en las cafeterías y cuando alguien requería sus servicios gritaba: ¡Limpia! y acudía con la caja colgando de una mano y el banquito bajo el sobaco. También había cerilleras que las llamaban con un ¡cerillera! Llevaban una caja sujeta en la cintura y también una correita q le pasaba por detrás del cuello. En la caja llevaba cerillas y tabaco ¡pero ya no se fuma! ni los zapatos brillan.
Son faunas humanas extintas ¡y yo el carbono 14!
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