EL TEMOR DE ESTAR BAJO LA POTESTAD DE UN HOMBRE MALO.
La historia que voy a contar data de hace unos 65 años, cuando yo tendría entre cinco y seis. Pero la recuerdo perfectamente, como si hubiera ocurrido ayer mismo.
Resulta que me regalaron un anillo de oro, de esos de sello con mis iniciales. Yo estaba encantado con el regalo, me lo quitaba, me lo ponía, se lo prestaba a mis amigos para que se lo probaran, y me decían mis padres ¡que lo vas a perder!
Al poco tiempo engordaron mis dedos y ya no me podía sacar el anillo. Ni dándome jabón, ni de ninguna manera. Tropezaba en la arruga de la articulación y resultaba imposible. ¡Pues hay que cortar el anillo! Dijo mi madre.
Pero ¡cómo lo van a cortar! Pensé yo que estaba convencido que los metales eran absolutamente duros y resistentes por lo que era imposible cortarlos. Estaba yo al loro de las conversaciones correspondientes y la situación resultaba cada vez más inquietante, porque pernsaban acudir a un hombre malo para cortar el anillo. Eso decían, porque “le daba mala vida” a su mujer. No pude averiguar los pormenores de su conducta, pero lo que más me extrañó era que decían que su sufrida esposa encima lo adoraba o algo así ¡pero, cómo es posible! Lo suyo sería que lo rechazara y si no podía que huyera, pensaba yo.
Y en cualquier caso resultaba muy inquietante que me pusieran en manos de un individuo así. Que tenía una sierra capaz de cortar metales, con la que iba a cortar el anillo que estaba ya hundido en uno de mis dedos. Es decir que sobresalía la carne del dedo, francamente no resultaba muy tranquilizador porque antes de llegar al metal tenía que pasar por mi dedo. Pero por otra parte comprendía que si el dedo seguía engordando, al tamaño de los dedos de los adultos y el anillo que no cedería… ¡no quería ni pensarlo!
Recuerdo perfectamente cuando nos encaminamos a afrontar la dura prueba. Aquel hombre vivía en la calle Onésimo Redondo, hoy Doctor Plácido Bañuelos de Huelva. En la acera de enfrente de la parte trasera del colegio francés y del de los maristas. A la puerta de esa casa y a las otras contiguas se accedía por un altillo, que creo que ya no existe, ni tampoco aquellas casas.
Sentía curiosidad por ver a ese hombre. Y sí que daba el tipo. Era serio, delgado, no muy alto, y con un cierto aire de artista de flamenco. Sus patillas eran grandes y sus botas finas con tacones altos. Nos sentamos. Me dijo que le enseñara la mano, que con la palma hacia arriba sujetó por un par de dedos y empuñó una segueta. Nunca había visto una herramienta así. El arco tensaba el fino y poderoso pelo de sierra. Con el que suavemente rozaba mi dedo, pero que iba penetrando en el anillo ¡que quedó cortando en unos pocos segundos!
De aquel episodio no recuerdo nada más. Pero se me quedó grabado algo que había experimentado por primera vez: ¡cuan engañosos pueden llegar a ser los prejuicios! Por lo que desde hace mucho tiempo procuro no guiarme por ellos.
2 comentarios:
Con catorce años, un amigo me regaló un anillo de plata de un centímetro de ancho y un milímetro de grosor. Me quedaba algo justo, pero me quedaba. Pasados unos meses, imposible sacarlo. Me aconsejaron acudir a un hombre malo que cortaba los anillos...pero me daba grima sólo pensarlo,así que esperé a que la naturaleza se aliara conmigo, que fue con 23 años (un adelgazamiento repentino y casi violento) y un día, sin más, me lo pude quitar. Desde entonces, cuando estoy más delgada, me lo pongo unos días y si me da por comer, me lo quito.
Llevo tres días buscando la nueva entrada, espero que sea que estás de vacaciones.
Besos, Ángela
¡Eso de los anillos es un peligro!
Si, estoy de vacaciones, más bien de no dar en el clavo, pronto sacaré un post.
bss.
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