CASAS COMPARTIDAS.
En dos de las ocasiones en las que he pasado unos días en Londres estuve en dos casas sucesivas, diferentes y muy curiosas de mi querida amiga y casi pariente Margarita.
En la primera de ellas su casa estaba en las afueras de la ciudad. En la comarca de San Albano, predio del vizconde Francis Bacon. Por lo que tenía la sensación de que sobre aquellos campos sobrevolaba el espíritu del filósofo. Ya sé que es absurdo, pero a mí me lo parecía. Es más, lo sentía.
Margarita vivía en una mansión de esa comarca, perteneciente a un lord y una lady. Que tenían subarrendada parte de su casa a mi amiga y otra parte a una joven señora llamada Sue que vivía con su hija, una jovencita muy guapa.
Tal mansión tiene un extensísimo jardín, con grandes praderas moteadas de robles gigantescos formando suaves lomas que descendiendo se perdían en el horizonte, y con algunos de esos sólidos bancos de madera grises por efecto de la meteorización. También tenía cerca de la casa un invernadero con tomateras, un exquisito jardín de plantas aromáticas y un huerto perfecto del que recuerdo perales en espaldera, que más que copas tienen paypays, y unas cebollas alineadas, gordas y puestas sobre el terreno en el que se adentraría tan solo las raíces.
El jardín era de uso universal pero cada una de las familias tenía accesos independientes a sus viviendas. Estas no eran zonas completas del edificio, sino laberintos que se maclaban entre sí, de modo que las habitaciones de nuestra amiga colindaban con habitaciones de distintas viviendas y además había que subir y bajar escaleras para recorrer la casa.
El lord era además juez, y estaba encargado precisamente de enjuiciar el caso de Sue. Acusada en los Estados Unidos de formar parte de un grupo terrorista que supuestamente había conspirado para atentar contra la vida de un alto magistrado.
Los cargos se remontaban a una época muy lejana, cuando Sue era muy joven y un poco hippie. Y, en el peor de los casos, nunca había pasado de tentativa, o sea que tal atentado nunca se consumó. No obstante, la máquina judicial americana, al ser implacable, estaba empeñada en conseguir la extradición que había pedido.
El caso salía diariamente por aquella época en prensa y en la tele porque había un clamor en todo el Reino Unido en no conceder la extradición al interpretarse que con ello se menoscababa la soberanía nacional, ya que además no había precedentes. Y por supuesto esa tesis soberanista era la que defendía el juez dueño de la casa.
No llegué a conocer ni a la lady ni al lord, pero sí a Sue y a su hija, que eran encantadoras, cada una en su estilo. Y con ellas estuvimos cenando alguna vez y brindando por el éxito de su causa.
Meses o años más tarde supimos que terminó por ser extraditada y condenada a cumplir unos años de cárcel en los Estados Unidos.
* * *
La historia de la segunda casa tiene ribetes aún más siniestros. No en sí misma, puesto que allí nunca ocurrió nada malo. Pero sí en la idéntica casa situada justo al lado, cuya dirección seguro que os suena: “10, Rillington Place”.
En dicha casa, que da pared con pared con la de Margarita, a pesar de ser tan pequeña también estuvo compartida ¡y de qué manera! Porque el dueño asesinaba a sus inquilinas y las enterraba en el minúsculo y sórdido jardín. Además se las ingenió para que, descubierto el pastel, culparan a otro inquilino a quien ejecutaron en la horca. Todo aquel lío se llegó a descubrir más tarde, pero la pena de muerte ya la habían abolido, el caso resuelto, y el criminal se fue de rositas.
Cuando estuve allí no sabía nada del caso. Aquel ensanchamiento, más que plaza, estaba limitado frente a las casas por un oscuro puente por el que pasaba el tren, con algunos de sus ojos cerrados por lóbregos comercios o por almacenes. Dicho puente marcaba uno de los extremos del mercadillo de Porto Bello.
De ese mercadillo recuerdo principalmente un detalle casi insignificante, pero de una gran valor metafísico. Se trata de un indio anciano muy delgadito que tenía un minúsculo puesto de perfumes. Y supuse que fuera indio por el turbante que llevaba puesto. Que no era más que una pequeña bufanda de color beige que apenas si alcanzaba para ceñir su menuda cabeza. Pero era una bufanda metafísica porque al cubrir la cabeza de aquél hombre lo desvelaba como indio. Y al ser indio, recíprocamente, quedaba elevada aquella bufandita a la categoría de turbante.
Comentando esto recientemente con Enrique, el marido de Margarita, me dijo que recordaba al indio perfectamente, que lo había visto muchas veces en su pequeño puesto, en el que parece que vendía muy poco.
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